El amor es el elemento común a todas las grandes historias. Es cierto que la fascinación por este sentimiento, la necesidad del ser humano de explorarlo y comprenderlo, ha impregnado las mejores de sus narraciones.
Historias de amor las hay de todas clases. El secreto de sus ojos es una de ellas. Benjamín Expósito (Ricardo Darín, espectacular, a falta de poder encontrar mejor calificativo) acaba de jubilarse y siente la imperiosa necesidad de echar la vista atrás, pese a que todos le advierten de hacerlo. Decide escribir acerca de un caso que cambió su vida cuando, hace veinticinco años, trabajaba en un juzgado penal de Buenos Aires. Los ingredientes: una mujer asesinada, un viudo desolado y con una capacidad de amar infinita, y un asesino aún por identificar.
Así, el romanticismo y el thriller policíaco se dan la mano en una cinta de fuerza devastadora, actuaciones soberbias, y dirección impecable, con abundancia de extraños y llamativos primeros planos en los que el rostro aparece parcialmente oculto tras algún objeto desenfocado puesto en primer término. Planos que rebosan de carga expresiva y resultan tremendamente originales en el apartado estético.
El detalle y el mimo con que Juan José Campanella ha dirigido su obra es tal, que un solo visionado no basta para percibir el cuidado con que todos los matices van siendo introducidos sin que parezcan realmente importantes. En un momento, el protagonista despierta en plena noche y garabatea la palabra temo en un cuaderno, coloca sobre su pie un portarretratos volcado, descubre una fotografía de sí mismo en la que mira de reojo a una chica, o la dama de la película (apoteósica Soledad Villamil) trata de cerrar en vano la puerta de su despacho. Exquisitas sutilezas que adquieren significado completo una vez la obra termina y que en un segundo visionado llegan a emocionar, como se emociona el que finaliza un puzle y consigue ver la obra completa.
Así, entre diálogos naturales y certeros, acontecimientos que envuelven e intrigan y situaciones capaces de noquear y marcar incluso después de que hayan caído los créditos (la escena en que la doctora logra llevar al límite al asesino consigue hacerte aguantar la respiración), los personajes adquieren vida propia y se vuelven extrañamente cercanos. Frases tan poderosas como: vivir una vida vacía o tan llena de nada, ya se han escuchado con anterioridad en multitud de películas e historias (no en su forma literal, aunque si en su forma más natural y esencial), pero en boca de Benjamín Expósito impactan necesariamente al espectador más anestesiado, porque lo que los ojos de Darín esconden es la realidad más absoluta; el desarraigo del que ha huido y dejado atrás; del que no ha vivido porque no ha querido, pero se auto engaña y empeña en utilizar el verbo poder: la eterna duda del maldito encabezamiento y si…; la necesidad de saber y concluir, de regresar para entender. El contexto resulta tan doloroso y familiar, que el espectador siente un nudo en el estómago al escuchar las amargas palabras del protagonista y le comprende y quiere, quiere saber el porqué.
La necesidad de Benjamín de redimirse de su pasado se entiende una vez han sido puestos en perspectiva todos los hechos acontecidos y colocadas en su lugar todas las aes que la vieja Olivetti acostumbraba a olvidar. Es entonces cuando todas las miradas adquieren significado completo. Pues esta historia de amor no va sobre dolorosas secuencias de desengaño, declaraciones pasionales culebronescas o interminables besos de tornillo. El amor aquí se expresa a golpe de pupila dilatada y de silencios disfrazados. El amor emana de cada pequeño gesto e impregna cada escena y cada detalle, aunque los sujetos que lo encarnan ni siquiera aparezcan en pantalla en ese momento.
Aunque la vertiente romántica es el eje absoluto del film, la trama policíaca también ofrece formidables momentos y una resolución que satisfará al incluso al más entrenado en novelas de Agatha Christie. El final, poderosísimo, lo es por ser el simple colofón, el broche de oro a una historia perfectamente edificada y vertebrada; y por proponer al espectador un dilema inevitable cuando las palabras más duras que cabían imaginarse son proferidas: el por favor, dígale que al menos me hable, provoca incluso lástima hacia el condenado, duda y todo un cocktail de emociones encontradas que llegan a confundir.
Aún así, uno no puede evitar emocionarse y sentir genuina satisfacción y ternura cuando la doctora consigue que le cierren la puerta de su despacho.
Práxedes Millán Erenas
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